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Aspirar a inspirar antes de expirar

  • Foto del escritor: Angie
    Angie
  • 11 oct 2019
  • 6 Min. de lectura

Actualizado: 2 abr

Honestamente, llevo más de cuatro horas frente al ordenador pensando cómo empezar. Esta semana ha sido así: con palabras que vienen y van, con dudas, con intentos de darle forma a una historia que, aunque es mía, a veces me cuesta contar.


Porque, ¿qué se dice en un testimonio? ¿Se cuenta todo? ¿Desde dónde se empieza a hablar de Dios cuando uno se ha alejado tanto?


Hoy quiero hablarte con sinceridad. Así que, entre canciones de fondo y oraciones susurradas, aquí va.


¿Quién soy yo?


Mi nombre es Angélica María y soy, ante todo, una hija amada de Dios.


Hace poco cumplí 27 años —ya ando en lo que algunos llaman “el tercer escalón”—. Me gradué como Licenciada en Gestión y Desarrollo Turístico y actualmente estudio una maestría en línea sobre calidad. Soy la mayor de cuatro hermanos y junto con mi familia formamos un ministerio de música católica llamado Theotokos.


Me encanta cantar, escribir, y los fines de semana me gusta disfrutar en familia: ver películas, reír mucho y servir en la Iglesia los domingos.


Hasta ahí, todo suena bien. Pero como toda historia, la mía tiene capítulos luminosos y otros más grises. Algunos más fáciles de contar… y otros que todavía me duele recordar.


Infancia entre oraciones y despedidas


Mis papás eran muy jóvenes cuando decidieron tenerme, y aunque me amaron profundamente desde el inicio, las circunstancias los llevaron a trabajar duro desde muy temprano. Así que gran parte de mi infancia la viví bajo el cuidado de mis abuelos maternos.


Desde pequeña, me sentí atraída por las cosas de Dios. Me gustaba ir a la iglesia, aunque me durmiera en la Misa; disfrutaba el catecismo y recuerdo que me encantaba rezar por todos. Literalmente por todos. Hacía listas larguísimas con los nombres de mis familiares y al final decía: “y por todo el mundo”.


Tenía 7 años cuando falleció mi abuela. No entendí mucho en ese momento, solo sentí un silencio profundo. Un año después, justo la noche anterior a mi Primera Comunión, falleció mi abuelo. Esa mañana pasé a su casa, entré a su cuarto, lo vi acostado… parecía dormido. Me acerqué y le dije que iba a ofrecer mi comunión por él, para que descansara en paz. Me gusta pensar que me escuchó. Dicen que el oído es lo último que perdemos antes de morir.


Esos dos adioses marcaron mi niñez. Y, sin embargo, mi corazón seguía cerca de Dios. Sentía que, de alguna manera, Él me escuchaba en mis oraciones largas y sencillas. Aún en el dolor, yo confiaba.


Cuando me alejé sin darme cuenta


Durante la niñez y parte de la adolescencia, sentía mi corazón cerca de Dios. Tenía buenas calificaciones, me portaba bien, y aunque sufrí bullying por ser aplicada, bajita, morenita, con lentes y brackets… me mantenía firme. Pero todo eso empezó a desgastarme por dentro.


Para el último año de secundaria, mi autoestima estaba por los suelos. Me creí todos esos comentarios sobre mi apariencia, sobre lo que “me faltaba” para ser suficiente. Me sentía invisible, y a la vez juzgada. Sin darme cuenta, empecé a cerrarme.


La preparatoria no fue fácil. No por lo académico ni por las personas —de hecho, ahí hice grandes amistades—, sino porque yo ya no me sentía valorada. No me sentía amada. Me volví alguien que se enojaba con facilidad, que se refugiaba en el mundo virtual porque ahí nadie me conocía de verdad. Me volví dura.


Tuve mi primer novio en esa etapa, y como no sabía quererme, tampoco supe poner límites. Permití cosas que me dolieron. Y cuando esa relación terminó, decidí no volver a enamorarme. La siguiente vez fui yo quien usó a la otra persona.


Así fue como llegué a la universidad. De cara al mundo, pero con el corazón apagado. En esos años, Dios quedó en segundo plano. Iba a Misa solo por cumplir. No porque amara estar ahí. Me volví egoísta, reservada, fría. Como si me hubiera encerrado en una versión de mí que ya no sentía ni escuchaba a Dios.


Y aún así… Él no se fue.


Volver… pero sin rendirse del todo


Hace cuatro años, cuando nació el ministerio de música en el que sirvo —Theotokos— volví a acercarme a la Iglesia. Ya no solo iba a Misa los domingos, también asistía a la Hora Santa los jueves. Empecé a cantar, a servir, a formar parte de una comunidad viva. Y eso me removió por dentro.


Ver a tantas personas entregadas, rezando con devoción, sirviendo con amor, me confrontó. Me di cuenta de que yo no conocía de verdad a ese Dios al que decía amar. Que sabía rezar, sí… pero no orar. Que sabía cantar, pero no adorar. Así que decidí aprender.


Comencé a formarme, primero desde la música católica. Quería hacerlo bien. Quería que mi servicio tuviera sentido. Pero mientras más aprendía, más crecía también mi soberbia. Empecé a mirar por encima del hombro a quienes no sabían tanto. Me volví crítica, dura, incluso burlona. Cuando algo no se hacía “como debía”, en lugar de construir, destruía con mis palabras.


Sí, había vuelto a la Iglesia… pero no del todo a Dios. Estaba ahí, sirviendo, pero con el corazón todavía endurecido. Me faltaba rendirme por completo.


Y Dios, con su infinita paciencia, seguía esperando.


Retornar al primer amor


A principios de 2019, me uní a un proyecto llamado Music Master Membership. Al principio no lo hice por las razones más nobles —mi soberbia me empujó a hacerlo para “saber más”, para tener más herramientas que los demás, sin intención real de compartir lo aprendido—.


Pero Dios, que sabe usar hasta nuestras motivaciones más torcidas para hacernos volver, me sorprendió.


En ese espacio, a través de la formación que impartía Alonso Barboza —hermano en la fe y hoy mentor al que valoro profundamente—, empecé a ver mi servicio con otros ojos. Descubrí que vivir como lo estaba haciendo no daría frutos. Que no bastaba con tener talento o conocimientos. Estaba llamada a algo más.


Y no hablo de grandes misiones, sino de una conversión real. De volver a ser esa niña que rezaba por todos. De reencontrarme con la alegría de amar a Dios sin máscaras ni protagonismo.


A través de ese proceso, el Señor empezó a desarmar mi dureza poco a poco. Empezó a enseñarme a servir desde el corazón, no desde el ego. Fue el inicio de algo nuevo. De algo mucho más profundo.


Bajo el manto de María Santísima y la mirada de San José

Mi camino cambió el 15 de agosto de 2019, cuando me consagré a la Virgen María según el método de San Luis María Grignion de Montfort. Ese día, le entregué todo lo que era y todo lo que no sabía cómo ser. María me ha arropado, guiado, y sostenido como solo una Madre sabe hacerlo.


Y el 21 de junio de 2020, llegó otro regalo: mi consagración a San José. Con él he aprendido el valor del silencio, de la obediencia escondida, de la fe que no necesita protagonismo para ser fuerte. Él me ha enseñado a confiar en los procesos y me ha ayudado, sobre todo, en la sanación de mi relación con mi padre terrenal… pero ese testimonio es tema para otro artículo o episodio del podcast, jaja.


Ambas consagraciones marcaron un antes y un después. Son mi ancla. Me han enseñado que Dios actúa a través del amor de una Madre y la firmeza de un Padre. Y que la santidad, lejos de ser un ideal inalcanzable, se elige cada día, aún en la fragilidad.


Una comunidad que acompaña


Dios no solo me ha confiado proyectos para evangelizar, también me ha rodeado de personas que reflejan su amor en lo cotidiano. Hoy me dedico por completo a Eco Evangelii, un espacio de misión y creatividad donde puedo servir desde lo que soy.


Además, camino con un grupo de amigas católicas muy especiales. Nos llamamos de cariño “las michis”, y con ellas he aprendido que la fe también se fortalece entre risas, audios de voz eternos, oraciones compartidas y amistad sincera.


Caminar en la fe es más llevadero cuando sabes que no estás sola. Y ellas han sido para mí hogar, impulso y consuelo.


De dónde vengo y hacia dónde voy


Puedo mirar hacia atrás solo para recordar de dónde me rescató Dios. No para quedarme en el dolor, sino para reconocer su misericordia.


He vivido caídas, soledades, batallas que aún me cuesta nombrar. Pero si algo tengo claro, es esto: Dios nunca me ha soltado. Me ha acompañado en el silencio, en el servicio, en la música, en la ternura de María y en la fidelidad de San José.


Hoy aspiro a inspirar antes de expirar. No porque sea perfecta ni tenga todo resuelto, sino porque sé lo que es volver.


Y si mi historia puede tocar aunque sea un corazón, entonces valió la pena abrirla.


No busco imponer mi fe. Solo quiero decirte: si un día decides regresar a Dios, no estás solo. Aquí estoy para caminar contigo.



Desde mi corazón al tuyo,

Angie M.

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