"Tan sólo sé tú".
Estas son las palabras que escuché a Jesús hablar tan claramente a mi corazón mientras oraba en la capilla después de una misa hace un tiempo atrás.
"¿Por qué siempre planeas? Si no es tu futuro, son los deberes laborales de tu semana, comidas, actividades divertidas con la familia, lo que harás al día siguiente. Estás conmigo ahora, así que estate conmigo".
Quizás fue una mezcla de mi propia conciencia y Jesús hablando a mi corazón, pero estas palabras eran correctas. A menudo estoy distraída con mis pensamientos, preocupada por otras cosas que no sean las que tengo enfrente. Ya sea que salga con familiares o con Jesús, la tentación de distraerme con la planificación o pensar en lo que sigue siempre está ahí.
Por mucho que lo intente, vivir en el presente no es fácil para mí, incluso cuando el presente es maravilloso y da vida. Creo que tiene que ver con el deseo en nuestros corazones humanos por más. Anhelamos la realización completa, que sólo podemos alcanzar en el cielo, y de alguna manera mirar hacia el futuro u ocupar nuestras vidas crea una sensación de búsqueda y control.
"Si tengo un plan o una agenda a la que apegarme, ¡voy en la dirección correcta, así que eventualmente llegaré a donde quiero ir!" Al menos, eso es lo que me dice mi subconsciente.
Es irónico porque no encontramos a Cristo en el ruido, sino en el silencio. La satisfacción máxima y la verdadera alegría eterna es estar tan quieto en la presencia de Dios, que todo lo que puedes hacer es adorar. Si queremos perseguir el cielo en la tierra, debemos entrar en este silencio. Pero primero, tenemos que ser. Y llegar a ser realmente bueno sólo con ser.
En su libro, "la fuerza del silencio", el cardenal Robert Sarah dice:
«Si el silencio no habita en el hombre, si la soledad no es el estado en el que ese silencio se deja forjar, la criatura se halla privada de Dios» (pág. 23)
San Juan Pablo II enfatiza este punto en su carta apostólica, Novo millennio ineunte:
«El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del “hacer por hacer”. Tenemos que resistir a esta tentación, buscando “ser” antes que “hacer”».
Al entrar en silencio, en "ser" en lugar de estar constantemente "haciendo", preparamos nuestros corazones para el cielo, que es el silencio eterno. El cardenal Sarah explica esto en su escrito cuando dice:
«El silencio de la eternidad es la consecuencia del amor infinito de Dios. En el cielo, estaremos con Jesús, totalmente poseídos por Dios y bajo la influencia del Espíritu Santo. El hombre ya no será capaz de decir una sola palabra. La oración misma se habrá vuelto imposible. Será contemplación, una mirada de amor y adoración... La liturgia de la eternidad es silenciosa; las almas no tienen nada más que hacer que unirse al coro de ángeles».
Aquí en la tierra, encontramos este silencio supremo en la Eucaristía: el sacrificio de la misa. Al pasar tiempo con la presencia de Cristo, podemos saborear el silencio supremo del cielo. Adorar y sentarse con Cristo en el Santísimo Sacramento nos da una pequeña gota de este amor eterno y silencioso (Ítem, pág. 99).
Si el objetivo de esta vida es preparar nuestros corazones para el cielo, ¿no deberíamos buscar alguna oportunidad de entrar en el silencio del cielo? Si bien estamos llamados a salir y "hacer" cosas para el Señor, primero estamos llamados a "ser".
Esta temporada de Cuaresma es el momento perfecto para reevaluar nuestras prioridades y dónde estamos pasando nuestro tiempo. ¿Estamos priorizando este silencio en nuestras vidas? Si no, corremos el riesgo de privarnos de Dios. Este amor silencioso del cielo existe en cada tabernáculo en la tierra en la presencia real de la Eucaristía. Ve a sentarte con Cristo. SÓLO ESTÁTE con Él. Deja que su amor silencioso llene cada vacío y cumpla lo que tan desesperadamente persigues a través de la acción. Después de todo, eso es el cielo.
Desde mi corazón al tuyo,
Angie M.
Comentarios