Quisiera iniciar esta pequeña reflexión, que conlleve a la introspección, con una pregunta orientadora a la luz de las propias experiencias de vida:
¿Cómo incide el pecado en la búsqueda y construcción de nuestra identidad?
Enfatizando en las palabras ‘búsqueda’ y ‘construcción’, partimos de las premisas de que una parte de nuestra identidad está dada —impresa en nuestro ser— y por lo tanto es inherente a la humanidad; mientras otra parte es resultado de las vivencias propias, las cuales configuran el carácter de la persona, su escala de valores, y la forma en que comprende al mundo, por mencionar algunos aspectos. En otras palabras, aquello que hace a la persona única dentro de la creación.
Teniendo en cuenta lo anterior, nombramos al primer elemento que constituye a la identidad como identidad teleológica, en razón a que ésta define la identidad común de la persona humana, su fin último —la razón por la que ha sido creada—, y es por tanto una identidad compartida. Consecuentemente, el segundo elemento de la identidad lo denominamos identidad personal, conferida como aquella construcción de la persona, resultado de las propias vivencias que propician la creación de una red de creencias, la manera en que se comprende la realidad, y la forma en que se relaciona con los otros.
Por lo tanto, la identidad se entiende como un ‘constructo complejo en el que la identidad personal debe estar cimentada sobre la identidad teleológica’. En este punto te preguntarás ¿cuál es esa identidad teleológica? Pues la identidad teleológica no es más que la identidad inicial que se le otorgó al hombre en El Paraíso, creación perfecta y agradable a los ojos de Yahvé: «Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien» (Génesis 1, 31).
De acuerdo al Catecismo de la Iglesia Católica, la identidad del hombre se fundamenta en que es la única criatura «capaz» de Dios (Cfr. CCE, 27-30). La principal connotación de esta condición es que el hombre es constantemente «[...] invitado al diálogo con Dios [...]» (Gaudium et Spes 19, 1). En su estado original, el hombre gozaba de una comunión perfecta con Dios; sin embargo, al caer en pecado, el hombre rechazó el derecho natural que tenía a participar en la vida de Dios (Cfr. CCE, 1997); de esta forma, el pecado se concibe como una renuncia libre del hombre a la comunión con Dios, no como erróneamente se cree que Dios retiró del hombre —por su condición de pecador— la capacidad de entrar en comunión con Él.
Entonces, ¿es el hombre capaz de Dios aun estando en pecado? Para ello es necesario profundizar acerca de la acción del pecado en la relación de Dios con el hombre:
el pecado no tiene la capacidad de arrancar del hombre su identidad original.
El efecto del pecado es que principalmente nubla el entendimiento, debilitando las potencias del alma (voluntad, inteligencia y memoria), afectando el autoconcepto que tiene el hombre en relación a Dios, quien directa o indirectamente se siente indigno de la presencia de Dios, llevándolo a esconderse de Él (Cfr. Génesis 3, 8).
Por lo tanto, una persona en pecado es en potencia una persona capaz de Dios, pues gozamos de una identidad indeleble. Así, la acción del pecado se resume en reemplazar el anhelo de comunión con Dios, con otras cosas, que no satisfacen a profundidad el corazón humano.
Consecuentemente, todo pecado es una búsqueda desordenada de la comunión perdida con el Creador.
Antes de terminar, debo reconocer que esta reflexión fue inspirada en un personaje —mejor dicho, dos personajes—, que quizás muchos conocen: Sméagol y Gollum, descritos por J.R.R. Tolkien en varias de sus obras. Lo que llamó poderosamente mi atención es la analogía sobre la acción del pecado en Sméagol, representado por el Anillo Único, el cual le roba la belleza desfigurando su imagen física y mental, convirtiéndolo progresivamente en Gollum.

Esta historia permite comprender cómo la identidad personal puede ser afectada a largo plazo por la acción del pecado, pues no es difícil entrever que la identidad de Sméagol y la identidad de Gollum no son la misma, aunque se trate de un único personaje.
La identidad indeleble es por tanto la identidad que ha impreso Dios en el alma humana.
No obstante, ésta permanecerá ineficaz mientras el hombre siga consintiendo la vida de pecado. Como creación predilecta del Padre, estamos llamados a participar de su Bondad, Belleza y Verdad, aquellas cualidades que el ‘enemigo’ intentó desdibujar con el pecado inicial, pero que por la eterna misericordia de Dios siguen latentes en el alma humana.
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